28 de marzo de 2009

Me pillas en China... (uno)

He viajado mucho por razones laborales a China. No es que esto sea ya excepcional ni mucho menos. He estado allí seis veces (¡creo!), en estancias siempre de diez a quince días, lo que no son duraciones excepcionales ni me hacen conocedor de tanta realidad del país como la gente que se ha ido allí a trabajar de manera continua y, supuestamente, vivir. Pero sin duda son más veces de lo habitual.

Los viajes son una buena oportunidad para leer, y si el viaje es largo y además puedes perder el sueño por la diferencia horaria, lo mejor es llevarse una buena provisión de libros. Recuerdo haberme leído Mauricio o las elecciones primarias (Eduardo Mendoza) o La felicidad de los ogros (Daniel Pennac) gracias a las horas de sueño perdidas en China. No es la mejor forma de leer, también lo reconozco. Aunque ahora quiero escribir sobre alguna literatura sobre China, que siempre es forma buena de prepararse para el mundo surreal que allí espera al viajero. Yo mismo he hecho literatura personal al respecto, ya que en China me han abandonado en aeropuertos; me han tenido nueve horas encerrado en un coche y he estado a punto de sufrir dos accidentes de tráfico que hubieran sido muy graves de, como dicen en el fúmbol, ‘concretarse’; me han llevado de putas y he comido cosas que no puedo explicar a mi madre (este punto no tiene relación con el inmediatamente anterior); y, por si fuera poco, les he visto celebrar bodas. ¿Acaso todo eso no merece escribirse?. Pero no publicaré nada (aún) por aquí. De mientras, me gustaría que mis lectores improbables pudieran regocijarse con los textos que The Big Kahuna ha enviado a varios allegados al respecto. Desgraciadamente, él no los publica en su blog, y sólo podemos afearle por ello. Lean algunas de sus entradas los que no le conozcan, descubrirán un escritor sorprendente.


China: ¿es rara o fascinante?

No, no tengo una desatada pasión por leer todo lo que me caiga de China en las manos. Algo he leído, además de guías de viaje y libros de negocios, aunque ambos géneros son poco dados a la poesía y en general están mal escritos. Pero lo poco que he leído me ha permitido contrastar lo que otros ven con ‘lo mío’, conocer algo lo que le ha pasado a ese país, y he podido tanto reconocerme yo como a los chinos. Son además cuatro libros de géneros muy distintos, pero que, a su modo, fueron pioneros en lo suyo…

Hace años una amiga muy querida, convenientemente fascinada por China, su idioma y su cocina, y que, sobre todo, adivinó lúcidamente que iba a viajar mucho a Catay me regaló un volumen en inglés de Wild Swans, publicada en castellano como Cisnes Salvajes, la biografía de Jung Chang, que fue un auténtico best seller mundial a pesar de que no sea escritora muy conocida aquí y Wikipedia ni siquiera tenga una entrada para ella en castellano. Cisnes Salvajes es una biografía río de tres mujeres de la misma familia que tienen a mal vivir varias décadas del convulso siglo pasado en China, pasando por diferentes regímenes y formas políticas, que tenían todas sus traducción en hacer sufrir convenientemente al pueblo llano. La novedad vino de ser una buena novela publicada por una mujer china que había vivido el régimen de modo directo: la nieta de la abuela, escapada en su día con éxito a una universidad occidental, era mujer y había sido adolescente de la Guardia Roja antes y militante anticomunista ahora. Como buena conversa, abominaría del régimen y años más tarde publicaría una biografía (Mao. La historia desconocida) que desmitificó cualquier aspecto que pudiera quedar intacto de la personalidad y régimen del Gran Timonel. Wild Swans es una magnífica forma –ágil, completa, directa- de acercarse a China desde dentro. Que yo sepa, no es novela demasiado conocida en España. Pero España, a decir verdad, no ha mostrado demasiado interés en China.

(continuará)

16 de marzo de 2009

Sexo y plagio

El cuerpo de Jonah Boyd, la última novela publicada en castellano de David Leavitt, es su particular La ley del silencio. David Leavitt viene a justificar el plagio como Kazan podría hacerlo con la delación en su película, a través de un personaje vapuleado y cuya actuación Kazan presenta comprensible como el de Terry Malloy y su convincente ingenuidad. Supongo que el ‘plagio’ viene a parecer un crimen menor frente a la ‘delación’, aunque se nos presenten justificados, o, por decirlo de manera más oficial, legalizados a la luz de los acontecimientos que rodean a sus ejecutores en las dos obras. Eso sí, Kazan era un cineasta hablando de delatar a compañeros por sus ideas, mientras que Leavitt es un escritor hablando de copiar a compañeros, de escribir a fin de cuentas. Es decir, como escritor, debe tener convenientemente sacralizada su actividad y el plagio debiera suponer un crimen gordo.

Yo he tenido algo con David Leavitt. Lo que muchos de mi generación a los que les gustara reconocerse en la literatura: una revelación de identidad sexual normalizadora. El Lenguaje perdido de las grúas o Baile en familia fueron libros publicados también en la época en que se estrenó Maurice, y todos ellos eran… ¡referentes serios! ¡¡bien ejecutados!! ¡¡¡sensibles!!! Incluían un sexo no demasiado explícito pero sí realista (que, por supuesto, suponían onanismo obligado en un lector postadolescente), pero yo las veía como obras pioneras, únicas, me separaban de visiones socialmente aterradoras, o de los griteríos de locazas que yo pensaba que existían sólo para ridiculizar al homosexual.

Cierto es que yo no conocía la obra de Edmund White, la de Jean Genet, o la incipiente de nuestro patrio Luis Antonio de Villena. Pero a todos ellos Leavitt añadía una pátina de cotidianeidad sin ñoñería, hija de la incipiente visibilidad en Nueva York o San Francisco, y menos refugiada en los personajes singulares, o en el atractivo del sexo descarnado y morboso de los muelles de Brest. A Fassbinder le había visto poco, pero eso de la visibilidad social como tal no le importaba al germano. Tampoco entendía la petardez que me parecía que envolvía la moral hedonista de Almodóvar. Y lo pienso todo y me digo: ¡claro que Leavitt era fundacional! Su presentación era normalizadora, cuando esto en literatura era todavía escaso o francamente incomprensible. O, lo que suele ser peor en arte, aparentemente adocenada o burguesa frente a modelos de libertad absoluta en las formas que no encuentran interés artístico alguno en un vulgar reconocimiento social de sus personajes por pertenecer estos a una minoría.

David Leavitt: ¿literatura para hombres?


Y David Leavitt construyó su carrera en ese espacio, en el que aparecieron muchos más competidores a la búsqueda de un mercado incipientemente consumidor. Yo seguí su carrera, que tuvo su curioso clímax en Mientras Inglaterra duerme, cuando fue acusado de, precisamente, plagiar una autobiografía. Por resumirla, era una especie de mezcla de las novelas de Alan Hollinghurst (sobre todo La biblioteca de la piscina) y de la película de Ken Loach Tierra y libertad, en la que un escritor británico acaba siguiendo a su amante despechado que ha venido a España a luchar en las Brigadas Internacionales. Ese escritor existió realmente y escribió un libro sobre sus peripecias, pero Leavitt no mencionaba nada… La brillante carrera de Leavitt sufrió un vuelco, pero supo aprovechar el revés que le supuso. Perdió inspiración en Junto al pianista, con tópicos en esta ocasión poco inspirados como el ambiente mediterráneo, las relaciones entre madres e hijos (y eso que las madres de Leavitt siempre fueron espléndidas en sus relatos iniciales, como cuando las presentaba como la única fuerza de la naturaleza capaz de salir a la calle para intentar concienciar a la sociedad ultraconservadora del reaganismo de la necesidad de prevenir el SIDA, una tarea tan ardua e imposible que sólo las madres serían capaz de emprender), y las relaciones entre artistas de distintas edades. Ventura Pons hizo una película igual de insípida que la novela. Sin embargo, ya en los relatos de Arkansas, en los que un profesor defenestrado de literatura escribe los trabajos de los alumnos de la facultad a cambio de sexo, se veía claro que el universo del plagio iba a ser un motivo creativo del que sacar mucha literatura.

Y ahí llegamos hasta Jonah Boyd. Por primera vez, la homosexualidad no es central en la historia ni en la definición de los personajes, aunque se atisbe un momento de lesbianismo entre dos de ellos. Tal y como en aquella estupenda película de Elia Kazan (On the waterfront se titulaba en inglés, un título menos explícito pero en cierto modo más inquietante), David Leavitt construye una peripecia alrededor de la secretaria de un psiquiatra a la que las cicunstancias ofrecen primero amantes, luego marido, y, finalmente, un manuscrito inesperado de un escritor despistado y desaparecido. El cuerpo de Jonah Boyd es una novela muy bien construida y cerrada, con manejo estupendo del tiempo y del clímax, y en la que la ausencia de homosexuales permite probablemente una menor implicación personal del autor en la psicología de los personajes a favor de un thriller literario compensado. Su imposible final irónico (tal vez lo más discutible de la función, aunque sin duda hace reír mucho) lanza incluso una sombra cálida sobre su anterior literatura de nuevas familias y relaciones en las sociedades occidentales modernas.

Así, David Leavitt parece tras Jonah Boyd un escritor militante modificado por una pasión mayor que la orientación sexual que tuvo toda su obra. ¿Sucede porque ha madurado, o porque la literatura –plagiaria o no- se le ha convertido en mayor patria que la sexualidad? La respuesta puede estar en su último libro, que todavía debe publicarse entre nosotros.