18 de septiembre de 2013

Guós



La vida perra de Juanita Narboni es una novela inentendible sin la especifidad histórica, lingüística y religiosa del mítico Tánger en la que se ambienta. Una ciudad que durante el siglo XX y gracias a la peculiaridad de ser un protectorado internacional y de atesorar un pasado multiétnico y multicultural acabó siendo un referente legendario en campos como la literatura y el espionaje. Que tampoco es que sean tan distintos, si se piensa bien.

En ese Tánger que se fue desmantelando a finales del siglo XX vivían judíos españoles huídos de Sefarad hacía más de tres siglos, árabes, bereberes y cristianos, que podían ser ingleses, franceses o españoles. Durante siglos las lenguas se compartieron y fusionaron, y sin atender a reglas construyeron el idioma propio que nutre, junto con las tradiciones de la ciudad, la voz de Juanita Narboni.

Juanita Narboni vive los años gloriosos de Tánger, de los años 20 a los 60. Hija de un diplomático británico y de una mujer española, domina la jaquetía y vive su vida familiar y social como chica comedida y recatada. El monólogo inabarcable que supone la novela nos revela su temperamento reprimido, un constante reproche a la sociedad, y un solipsismo tan exagerado como divertidísimo. Juanita se explica su vida, sus desventuras con un novio que le dejó por un bombero, su soterrada envidia hacia una hermana pequeña más liberal que la abandona tras la muerte de la madre, y sus relaciones esporádicas con personajes de la ciudad, que, descrita en un segundo plano (sus teatros y cafés, sus fiestas, sus barcos, y sus abundantes avatares históricos), va cayendo en decadencia como la propia Juanita mientras su mundo se desmorona.

Mariola Fuentes fue Juanita Narboni en el cine

Juanita tiene muy mala lengua y es capaz de insultar y filosofar en varios idiomas como quien no quiere la cosa.

Si en estos momentos se presentara en esta casa un buzo guapo y exrepublicano, mi vida cambiaría radicalmente. Otro gallo me cantara. Pero esas cosas no ocurren en la vida de una. Le vrai bonheur c’est le bonheur des autres.

Sus frustraciones se combinan también con comprensión y ternura del autor hacia su personaje, sin dejar de lado cierta lucidez popular, con la que Juanita nos explica la sociedad de la ciudad, que en este caso no es sencilla

Toda mi vida de niña asustada por la idea de pecado, ¡y luego resulta que para pecar necesitas tantas cosas!... Por lo pronto, dinero. Y en cuando tienes dinero, resulta que no pecas. Los pobres… ¡esos pecan! El pecado de la pobreza, cualquier cosa que hacen es pecado.

La combinación equilibrada de estos matices resulta en una operación literaria de primer orden, un auténtico logro en el caos lingüístico en que vivían los tangerinos. El análisis del personaje representativo de una época, el uso de la memoria cinéfila y teatral como forma vital y esquema social, y el dinamismo del monólogo que avanza y retrocede en el tiempo a voluntad de Juanita, son algunas de las fórmulas que en este libro se disfrutan de continuo.

La vida perra de Juanita Narboni fue escrita por el tangerino Ángel Vázquez. Fue un escritor autodidacta, homosexual y maldito (todo ello se nota en el libro si se sabe leer), que murió con 51 años, casi olvidado a pesar de haber ganado un Planeta. Esta novela es única e irrepetible, y cuando pienso que este autor no es ni tan siquiera conocido cuando debería ser venerado por la literatura del país memloco a cuyo idioma contribuyó con una obra tan magna, me entran todos los demonios mientras me recojo la rebequita y echo atrás la cabeza en profunda indignación. ¡Así se les caiga el massaj!

Ángel Vázquez (vía)









8 de septiembre de 2013

En la casa


Me ha disgustado el alabado cómic Un adiós especial, de Joyce Farmer, una vieja gloria del cómix underground que había dejado la historieta y que tuvo que cuidar de su padre y su madrastra durante años. Empezó a dibujar parte de sus experiencias en esta labor y finalmente las publicó como comic book en este volumen, Un adiós especial, o, en inglés, Special Exits.

Encuentro el libro algo deudor de los capítulos que Farmer debió ir terminando con el tiempo. La historia de la degradación de sus padres y cómo les tuvo que atender. Muchas veces se producen avances repentinos de días, semanas o meses, en busca de la siguiente anécdota a contar. Ello deja la eficacia literaria o narrativa del libro prácticamente confiada a cada una de las estructuras, que mantienen menos relación narrativa entre sí de lo que la linealidad de la historia puede sugerir. Algunos apuntes son brillantes, como la evolución de la relación con la gata, que da lugar a un final espléndido en sentido testamentario y vital, pero otros están menos conseguidos, aunque no lo digo por su carga de repetición (que existe pero que veo correcta dado el tema) o por su mirada descarnada a la degradación de la carne (aunque existan fugas de humor y esto no sea Haneke), sino más bien por lo monolítico de todos los personajes, secundarios incluidos, y su servicio sin fisuras a una historia determinística. Excepto, tal vez, la misma gata.


Laura, la hija del matrimonio protagonista y trasunto de Farmer, opta por cuidar directamente a sus padres, escuchando su deseo de no contar con un cuidador, y dejando paulatinamente sus obligaciones laborales. No es una decisión dictada por la necesidad económica, sino por el respeto a sus mayores, cuyas ideas quiere respetar hasta el fin. Ella mientras tanto se entrega con abnegación al cuidado activo, aunque también existe una carga contemplativa en la visión de la enfermedad progresiva de sus mayores, que redunda en una inacción en ocasiones irresponsable. Llega a enfadarme que Laura no presione más a sus padres para que vayan al médico con frecuencia o tengan un cuidado profesional activo que le permita a ella descansar. En lugar de eso, Farmer presenta casi beatíficamente su propia entrega (y la de su marido y amigos) a una causa que así planteada es incluso negativa para los ancianos. Cuando la hospitalización ya es ineludible, resulta inútil e inhumana, y Laura se indigna con la iniquidad de la profesión médica, dejando como poso que sus cuidados en casa fueron mejores, más cariñosos, y, por tanto, incluso más éticos. Mi discrepancia con este modo de pensar irracional es completa, y creo que los resultados de aplicarlo, en la misma historia tal y como la narra Farmer en el cómic, equivocados. No porque de otro modo hubieran vivido más (que es imposible de saber), sino por el convencimiento solipsista de sus acciones.


Un adiós especial tiene una acción espeluznante en ocasiones. Tiene también la habilidad de cuetionarnos qué haríamos nosotros, o cómo sabremos llegar al final de nuestros días. La cercanía de los temas hiere al lector, sea sensible o no, que invariablemente pensará en la muerte de sus mayores y en como llegaron o llegarán al paso, y lo hace en un medio poco habitual para ello. No es casualidad hablar de Michael Haneke y Amour por ello, porque la mirada directa a la muerte, más desasosegante en un Haneke simbolista que en una Farmer costumbrista, no es plato de gusto en nuestra sociedad exitosa, juvenil y estética del primer mundo.

Joyce Farmer (vía)