29 de septiembre de 2016

Volar sin un ala


Antonio Altarriba (guión) y Kim (dibujo) vuelven a colaborar en un cómic en el que era necesario que lo hicieran: la biografía de Petra Ordóñes, la madre de Antonio Altarriba. El libro es el espejo obvio de El arte de volar, el cómic  dedicado al padre de Altarriba, y que fue objeto de reconocimiento y premios hace algo más de un lustro. Altarriba inició el proceso de crear el guión de El ala rota cuando una mujer le interpeló en una presentación de El arte de volar en un pueblo del sur de Francia por su madre, prácticamente ausente en la biografía de su padre.


De estructura similar al libro anterior, El ala rota se inicia con la muerte de la protagonista, momento a partir del cual el narrador, el hijo, cuenta la historia de su madre desde su nacimiento. Si ya ambos libros comienzan con este clímax terrible, no lo es menos en este caso el nacimiento de Petra, momento que explica por qué no puede estirar el brazo desde su nacimiento, y que marcará su carácter: el ala rota del título es ese brazo siempre pegado al cuerpo, oculto a cercanos y extraños, que se convierte en el principal icono del libro, metáfora de las mujeres inhabilitadas de varias generaciones perdidas en la ignorancia y la beatería que imponía el franquismo, y punto visual al que la atención del lector se dirige de manera continua como idea de la modesta pero constante habilidad con que estas mujeres sobrevivieron a su infierno.


Al revés que Antonio, pero de manera lógica por motivos de género y educación, Petra no vive la guerra en el frente ni en el exilio, sino que sufre sus consecuencias encerrada en la vida familiar de su pueblo, Pozuelo de Alarcón, en Valladolid. Es una mujer beata y abnegada, en cuya vida también se cuela la política porque el destino le lleva a servir a la Capitanía General de Zaragoza, regida por un general monárquico desafecto al franquismo y conspirador que confiaba extremadamente en Petra para sus peligrosas conferencias privadas con otros militares y prohombres. De nuevo, Petra es un simbólico agente pasivo donde su futuro marido lo era activo, aunque la posibilidad de hablar de corrientes en el ejército franquista no es desaprovechada por el libro.


El ala rota y El arte de volar comparten estilo gráfico, un realismo costumbrista en blanco y negro, y la intensidad de los detalles de rostros y cuerpos, en los que se centra la narración. Posiblemente El ala rota tiene menos juego visual que El arte de volar, resulta más sencillo en ese aspecto, aunque no renuncie a excelentes hallazgos como las sombras en el mostrador del padre de Petra, o la vida hacia la jubilación de Petra y Antonio una vez su hijo abandona el hogar. Es un cómic más reposado, tal vez menos necesitado de brillantez ya demostrada en el álbum anterior, que sigue siendo igual de emotivo y eficaz en el uso de los recursos metafóricos mencionados, y supone una mirada sentida a quienes no tuvieron permiso ni para intentar la heroicidad, ni para siquiera aprender a volar.

Antonio Altarriba (vía).


18 de septiembre de 2016

El ángel caído


Cuando el lector constante me recomendó con fervor este libro por fascinación hacia su figura central, Eduardo Haro Ibars, confesé no recordar al personaje. No es aparentemente Haro Ibars una de las figuras principales de la movida, ni tampoco aparece demasiado en las recopilaciones nostálgicas de los años ochenta que poco a poco empiezan a remitir (porque probablemente en breve empezarán a recordarnos los noventa), aunque Wikipedia lo nombre prácticamente poeta oficial del movimiento. Tal vez no sea una figura cómoda para los supervivientes, o tal vez directamente los supervivientes no están a gusto recordando demasiado a los caídos. Esta minuciosa biografía, Eduardo Haro Ibars: los pasos del caído, se publicó en 2005, y está escrita por J. Benito Fernández, periodista aficionado a los malditos que anteriormente fuera biógrafo también de Leopoldo María Panero. El retrato personal es prolijo en grado sumo, y da mucho sentido al título del libro: es posible que no exista paso del poeta Haro Ibars que sea conocido y recordado que no registre el libro. Su retrato social y cultural, no sólo del momento estelar que podría ser la movida madrileña, sino ampliado a las cuatro décadas que vivió el poeta, es inmersivo y en gran parte adictivo. Su estilo es… bueno, vamos por partes…

Fuente de El Ángel Caído, en el Parque del Retiro, de Madrid. La escultura es obra de Ricardo Bellver, y la foto de Pablo Alberto Salguero Quiles (vía). El lugar era uno de los preferidos de Eduardo Haro Ibars en la ciudad.

Mencionar el segundo apellido del poeta es necesario porque Eduardo Haro Ibars era hijo de Eduardo Haro Tecglen, periodista al que recuerdo sobre todo por sus crónicas culturales, pero que escribió multitud de ensayos y columnas de todo tipo, vinculado especialmente a la revista Triunfo. Eduardo (nacido en 1948) fue el primero de sus seis hijos (cuatro de los cuales, entre ellos Eduardo, murieron jóvenes), de ninguno de los cuales se ocupó especialmente su padre, cuya vida nómada por su carrera de corresponsal y periodista en diferentes ciudades, especialmente Tánger y París, afectó a la familia. Eduardito era un gran lector, avispado e inteligente, que enseguida empezó a cultivar la escritura, y, todavía adolescente, ya manifestaba su brillantez cultural, su bisexualidad, y su gusto por la politoxicomanía; todas ellas se multiplicaron con la transición y sus nuevas libertades. El anecdotario es inmenso, los avatares de Haro Ibars le hacen amigo de infancia de Diego Galán, conocido de Paul Bowles, letrista magnífico de la Orquesta Mondragón entre otros, compañero de celda, supuesto amante y seguro mítico rival de Leopoldo María Panero, compañero de caza y versos de Luis Antonio de Villena, mentor iniciático de Jaime Urrutia y Fernando Márquez, hermano de músicos que militaban en Ciudad Jardín y Sindicato Malone, participante en programas de televisión, etc… Haro Ibars tuvo una vida desatada y múltiple cuyo malditismo ya se le comentaba en una vida que el VIH se llevó, y que el biógrafo combina con sus publicaciones literarias, que se llevan menos análisis aunque aparezcan algunos poemas y obras de interés, abriéndose el apetito por algunas obras casi históricas, como Gay Rock –pionero en la temática en España; Haro Ibars fue también uno de los primeros promotores del movimiento gay en España- o ese título poético y provocador que es Pérdidas blancas. En ese sentido, tal vez al libro le sobre la infinidad de detalle –con peligro de acabar siendo un casting innecesario de famosos con un aire Who’s Who- alrededor de una vida escabrosa, que seguramente describan a Haro Ibars en una persona inestable, violenta y dificilísima de tratar pero fascinante de cruzarse, y le falte reflexión profunda sobre el valor literario del poeta y cronista múltiple que fue.

Eduardo Haro Ibars y Ángel Luis Martínez Lirio, en una foto de Alberto García Alix.

Haro Ibars vive a caballo de dos épocas, el tardofranquismo y la España de la transición que culmina en el gobierno del hiperlíder socialista Felipe González. El seguimiento de los pasos del poeta que hace el biógrafo ineludiblemente retrata la vida española (y también la tangerina) de 1948 a 1988 y curiosamente se convierte en un envoltorio excitante y necesario de las peripecias del biografiado. No es que Benito Fernández dedique páginas a la situación social o política (de hecho, cuando dedica frases directamente a esto resulta un tanto obvio y sentencioso), sino que la propia casuística de Haro Ibars, un ser necesitado de experiencias en una época en progresión de libertades para conseguirlas y con un padre dedicado al comentario también histórico y político, deviene en un espejo múltiple de épocas donde se cuelan los modos de vivir familiares y juveniles, el retrato de lugares y locales míticos de la noche madrileña, el desarrollo de los medios de comunicación escritos y audiovisuales en que Haro Ibars también participa, el retrato en la música popular y juvenil, y la aparición, consecución y uso progresivo de las drogas. Aunque a Benito Fernández prácticamente no le gusta ninguna de las épocas retratadas, la franquista por gris y la transición y su movida por falsa (y en esto coincidiría con el antisistema por defecto que es Haro Ibars), el retrato social deviene objetivo escapándose entre líneas, probablemente más auténtica en la época estrella retratada al no proceder de una figura altamente mediática, y resulta aclarador como imagen de país en desarrollo.

Madrid me mata, revista de la movida.

Como libro, Eduardo Haro Ibars: los pasos del caído, es una lectura apasionante. Haro Ibars es un personaje fascinante tan cercano a la autodestrucción personal y social como a la genialidad creativa desgraciadamente no desarrollada en plenitud. Benito Fernández transmite esto y una cierta complicidad hacia Eduardo, aunque no llega al cariño o la ternura. La bibliografía es inmensa, además del trabajo de investigación, enorme en entrevistas a diferentes amigos y familiares que aún viven, que obligan a compaginar versiones distintas de los hechos. Al autor le puede a veces el gusto creo que innecesario por el cultismo, que en cierto modo le da protagonismo a él frente al retratado. No obstante, este libro completo, ágil y ameno sobre un personaje inaudito que recupera una época mítica permite situarnos en aquel tópico que decía que si recuerdas la movida, es que no estuviste en ella, e interrogarnos sobre qué significa en realidad vivir nuestra época.

Aquí Luis Antonio de Villena recuerda emotivamente a su amigo.

Aquí Pilar Yvars, madre de Eduardo Haro Ibars, replica la reseña que sobre este libro se publicó en El País en el momento de su publicación.

J. Benito Fernández, fotografiado por Mayte Catalina (vía)


Gracias mil al lector constante por la recomendación y por la cesión del libro. ¡Su intuición fue adecuada!

1 de septiembre de 2016

Las madres


Cada novela que leo de Jonathan Franzen, desde Las correcciones a esta Pureza pasando por Libertad, me supone una tendencia a la baja desde la genialidad equilibrada de la primera, al esfuerzo repetitivo de la última. Pureza es de nuevo una novela larga con ambiciosa vocación de retrato de época (el menos conseguido de los tres), y momentos de narración sublime (en concreto y por encima de otros, la narración de un polvo que no llega en el primer capítulo, y la de un asesinato en el segundo), en la que Franzen, a pesar de utilizar estructuras similares a sus anteriores novelas, ha preferido no centrarse en un núcleo familiar único sino en varias relaciones madre-hijo y madre-hija que articulan freudianamente y de manera algo compulsiva, las motivaciones de los personajes.

Berlín, 1989 (vía)

Purity Tyler, de 24 años y norteamericana, es aparentemente la principal protagonista de la novela, aunque su presencia es coral junto a la de cuatro o cinco personajes más. Su vocación de personaje (subrayada) es doble, porque además de la metáfora de su nombre, aplicable a las aspiraciones profesionales de tipo periodístico-informativo de la mayoría de los personajes, su apodo es el dickensiano Pip, lo cual señala tal vez demasiados puntos de la trama. Pip vive con una madre obsesiva y es tentada a cambiar de trabajo por una agente de Andreas Wolf, alemán del este que de joven adquirió fama en los días en que cayó el muro al ser el hijo rebelde pero aprovechado de un dirigente del país, y que dirige en Bolivia el Sunlight Project, una agencia de filtrado de información vía web que pretende superar las barreras de Wikileaks y su fundador en la denuncia de gobiernos y poderes fácticos. Por su parte, Tom Aberant, también de cincuenta y tantos, dirige una agencia periodística online llamada Denver Independent. Tom tiene madre también alemana, y conoció a Andreas en los años de la caída del comunismo; acabará siendo el empleador de Pip en su agencia, y alojándole en su casa.

Edward Snowden, Julian Assange y Chelsea Manning en su estatua de Berlín obra de Davide Dormino (vía)

La novela dedica un capítulo de larga duración a cada uno de estos personajes, donde una intriga familiar y económica se va dibujando de manera paralela, durante treinta años y en tres países,  a un retrato de cada una de las épocas consideradas, donde los modos de información en la era de la web son el foco principal, pero existe también uno esencial dedicado a la vida en la República Democrática de Alemania. El dedicado a Tom Aberant está significativamente escrito en primera persona, rasgo estilístico que sorprende cuando la novela está bastante avanzada. El capítulo se presenta directamente y aunque su estilo particular se explica posteriormente, resulta chocante, modifica la relación psicológica de la narración con los personajes, y comete el error de hundir más de cien páginas en la descripción de una obsesiva relación de pareja que no necesitaba ser tan prolija. La llegada de nueva narración dinámica en el terreno que mejor se mueve Franzen, la combinación de miserias personales en momentos de Historia, permite sobrevivir al libro del propio riesgo innecesario tomado. El efecto funciona peor que un experimento similar en Libertad: un diario escrito en tercera persona, mejor situado en todos los aspectos en la trama.

La mayoría de capítulos independientes del libro tiene una estructura propia bien dibujada y en general muy eficaz, en el que el toque Franzen funciona excelentemente. Curiosamente, cada uno se centra en una de las estructuras familiares aparentemente unívocas del relato. Sin embargo, el mecánico engranaje entre todos supedita la lectura metafórica a un thriller de identidad sin demasiada entidad, un mecanismo algo vulgar que rebaja el análisis de situación a simples devociones maternofiliales y problemas de relaciones sexuales de pareja. Pareciera que sin ellos no existirían personas brillantes que hicieran grandes cosas por el mundo, y, ante esta idea extraída de la generalidad de las relaciones del libro, yo no puedo sino hacer una mueca de extrañeza.


Jonathan Franzen (vía)